Opinión

La revolución del sistema acusatorio

20 de junio de 2021
Por Mariana Catalano
Por Mariana Catalano
Jueza de la Cámara Federal de Apelaciones de Salta

Título pretencioso, pero absolutamente cierto: el sistema acusatorio para el enjuiciamiento de las causas penales (aplicado en las jurisdicciones federales de Salta y Jujuy) ha revolucionado la administración de justicia, más aun si se lo compara con el sistema mixto imperante en la mayoría de las provincias argentinas.

Veamos: el sistema mixto instituido en el Código Procesal Penal de la Nación (ley 23.984 promulgada el 4/9/1991) funciona con una investigación a cargo del juez (que en contadas excepciones puede delegarla al fiscal), bajo la modalidad escrita durante las primeras etapas del proceso.

O sea que hay una etapa liminar o de investigación, escrita y a cargo del juez, y una etapa de debate, oral y donde un fiscal, distinto al que intervino en las etapas anteriores, comanda la acusación. Esta combinación le vale el nombre de “mixto”, quedándose a mitad de camino entre dos modelos: el viejo inquisitivo y el moderno acusatorio.

El régimen mixto constituye un esquema deficitario por varios motivos: a) el fiscal acusa en base a la investigación realizada por un tercero, que es el juez “instructor”; b) el fiscal que interviene en la instrucción difícilmente sea el mismo que participa en el debate oral, c) el trámite de la investigación, de la fase intermedia y de la recursiva, es escrito.

Entonces, por un lado, se dispone que el fiscal ingrese a la etapa de juicio y sustente el debate en base a una acusación hecha por otro (un colega de la fiscalía), que a su vez efectuó el requerimiento (de elevación a juicio) con sustento en una investigación ajena (hecha por el juez).

Si tuviéramos que ilustrar este escenario diríamos que se obliga al fiscal a vestirse con atuendo ajeno: ingresa a la fiesta luciendo un vestido hecho a medida del juez, para que luego, ya en el baile (el debate oral), otro fiscal lo use. Este traje prestado para los propulsores de la acción penal pública claramente resiente la eficacia de su desempeño.

Ello sin considerar la cuestión de la imparcialidad, innegablemente esmerilada si quien investiga es el mismo juez que luego emite la decisión que impulsa la causa a juicio.

Por otro lado, la escrituración decididamente afecta la celeridad del sistema, dando margen al constante planteo de los incidentes (“chicanas”) a que tan acostumbrados están los operadores de la justicia, sin que sea una práctica reñida con la buena fe, simplemente el ordenamiento procesal las tolera.

El sistema acusatorio rompe todo este silogismo. Para empezar, distingue entre las funciones del fiscal y del juez. Aquél investiga, éste juzga. Asimismo, procura la unidad de la actuación del fiscal en todos los tramos del proceso, es decir que quien empieza actuando desde el inicio de la causa es quien la lleva hasta su conclusión. Y todo esto va acompañado de plazos ágiles y topes máximos (el del proceso ordinario, 3 años desde que se formaliza la investigación) que generan responsabilidad para el juez y el fiscal en caso de inobservancia.

A la oralidad, por añadidura, le siguen la simplicidad y la concentración procesal, pues las audiencias donde necesariamente transcurre el proceso son espacios informales en los cuales la premisa es la resolución eficiente (previo contradictorio o contestación) de los distintos planteos que puedan surgir. El ahorro de tiempo es fenomenal.

Otro punto que añade eficacia son los “mecanismos de fuga del proceso” a través de los acuerdos abreviados (las partes concuerdan sobre los hechos, la responsabilidad y la pena, y entonces el juez “homologa” ese trato, condenando directamente al imputado sin necesidad de transcurrir todo el juicio), y las suspensiones de juicio a prueba  o “probation” (en delitos de pena menor, siempre que el inculpado no sea reincidente o haya pasado cierto tiempo desde la comisión de un ilícito, las partes, previa aprobación judicial, suspenden el juicio por un tiempo, durante el cual aquél debe cumplir ciertas reglas de conducta).

La incidencia de estas “salidas alternativas” en los números totales de carpetas judiciales iniciadas es brutal, disminuyendo drásticamente las causas que van a juicio. Aunque, entiéndase bien, los dos mecanismos recién referidos no significan que no haya responsabilidad penal: en los abreviados hay condena, mientras que en la probation, el incumplimiento de las reglas hace renacer automáticamente el proceso.  

Por último, es importante destacar que la víctima cobra un protagonismo antes impensado.

Si se revisa un poco de historia, puede advertirse cómo el Estado tradicionalmente “expropió” el conflicto a la víctima: ya sea por razones dogmáticas o prácticas, una vez que el juez o fiscal tomaban conocimiento de un hecho delictuoso, se ocupaban exclusivamente de conducir la pesquisa y llevar a cabo el juicio para determinar a los responsables y sus penas. La víctima, en el mejor de los supuestos, era notificada de algunos avances y medidas, y punto.

Con el tiempo, este “ninguneo” se fue suavizando hacia un carril de creciente intervención de la víctima, que pasó a ser verdaderamente escuchada.

El sistema acusatorio representa el final de ese recorrido, ya que la víctima no sólo participa y opina sino que, si se constituye en querellante, puede acusar en forma autónoma, sin depender del fiscal o tener que necesariamente adherir a su acusación. En consecuencia, puede requerir su colaboración y valerse de la prueba que colecte el representante del Ministerio Público Fiscal en el “legajo de investigación”, pudiendo continuar con la acción, incluso, si aquél desiste.

Cuando desde distintos sectores se habla de la necesidad de una reforma judicial, se desvanecen las excusas para avanzar en la implementación del sistema acusatorio, que aún delineado a grandes rasgos, muestra la contundente superación en la persecución criminal que la sociedad merece.

Jueza de la Cámara Federal de Apelaciones de Salta