Opinión

La encrucijada ambiental

26 de junio de 2021
Por Luis Francisco Lozano
Por Luis Francisco Lozano
Juez del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires

En el último tercio del siglo pasado, el mundo tomó conciencia de que la casa común, nuestro ambiente, es un sujeto vulnerable; así como lo es su marcha, el clima, que trastabilla agobiado por un calor creciente. La tierra nos anunciaba un ultimátum. La respuesta movilizó todos los recursos: tratados internacionales, leyes y reglamentos, los tres poderes del estado, y las personas, investidas de un amplio espectro de derechos. Y dónde hay un derecho, tiene que haber un juez que lo torne operativo.

Ese juez se ve puesto, inesperadamente, como autoridad de tránsito, en una encrucijada por la que debe hacer que circulen ordenadamente todos estos protagonistas, los titulares de derechos, las autoridades que ejercen el poder de policía, las personas en general, cuyas actividades, en su mayoría sino todas, impactan sobre el ambiente, la Nación que debe cumplir sus compromisos internacionales.

Me propongo sintetizar su predicamento y cavilaciones.

En una época, por cierto duradera, y que nos parece ya lejana aunque no lo es tanto, el juez se limitaba a examinar faltas, contravenciones y delitos , consistentes en diseminar tóxicos, bien identificables, e imponer sanciones definidas en leyes internas. La custodia del ambiente correspondía al Poder Ejecutivo, en ejercicio del poder de policía, fiscalizando desechos industriales, residuos hospitalarios patógenos o la disposición de residuos domiciliarios. Con una perspectiva más amplia, la autoridad administrativa pasó a evaluar el impacto ambiental a la hora de hacer obra pública o autorizar la privada.   De buenas a primeras, el impulso protectorio del ambiente buscó pasar de depositar su confianza, exclusivamente, en la autoridad administrativa, a una movilización plena de la sociedad, de todas las personas que la integran, a cuyo fin les acordó derechos, derechos a obtener información acerca de la gestión ambiental del gobierno, derechos a participar de las decisiones de gobierno, y, a fin de hacer operativos esos derechos, el derecho de acceder a la justicia.[1]

Todos esos derechos requieren nuevas aptitudes y actitudes en los jueces. Ya no son los árbitros imparciales entre dos personas que discuten acerca de lo que uno debe al otro, en condiciones en que una de ellas, el acreedor, puede disponer de su crédito, negociarlo, renunciarlo, exigirlo o cederlo. Por fuera del litigio, el interés de la sociedad se limita a sostener el sistema judicial como mecanismo de solución pacífica de los conflictos interpersonales. Cuando el litigio versa acerca del ambiente, el resultado impacta inexorablemente en personas, cuya mayoría, por amplio que sea el derecho a participar en él,  mira el proceso desde la tribuna. Algunos, las generaciones futuras, que también se verán impactadas por la decisión, ni siquiera tienen entrada para la tribuna.

Esa examen de espectro amplio, devenido obligatorio por los tratados, la ley y por una convicción ética cada vez más compartida[2], impone al juez obrar con celosa precaución: no debe adoptar acciones que modifiquen el ambiente si no conoce con suficiente precisión sus consecuencias, ni puede dejar de actuar para conjurar riesgos porque no conoce todos los efectos de sus actos, no le basta no tener prueba de qué puede degradar el ambiente, sino que debe establecer que su acción o inacción no lo van a dañar. Finalmente, las soluciones ambientales no vienen anticipadas en las leyes sino que exigen incorporar conocimientos y emplear la imaginación para diseñar medidas adecuadas.

Todo lo cual hace que organizar la circulación, en la encrucijada de que hablaba al inicio, sea una tarea compleja, una tarea que pone a prueba el equilibrio del juez.

¿Debe dar luz verde a la ley o al tratado? Asumimos que el tratado debe ser atendido por sobre la ley, porque incumplirlo suscita la responsabilidad internacional del país. Pero, dentro del margen de apreciación nacional que el tratado admita, deciden el Poder Legislativo, adoptando medidas generales, y el Poder Ejecutivo, que conduce las Relaciones Exteriores.

¿Hasta dónde aceptar que un conjunto de personas, o aun una persona, que se muestran interesadas en la protección del ambiente puedan reclamar medidas correctivas, que muchas veces consisten en el cese de medidas de una Administración estatal? Al juez le tocará ponderar si se encuentra ante un litigante que represente auténticamente los intereses del colectivo al que asiste el derecho, si escoge las medidas protectorias más ventajosas para el ambiente y la sociedad, tendrá que ponderar costos y beneficios. En otras palabras, el juez se tendrá que involucrar en la ponderación no sólo de derechos sino de intereses y hasta tendrá que propender activamente a la consagración de los no suficientemente representados, aunque sin perder su condición de árbitro imparcial. Una tarea casi titánica -propia del Hércules de que habla Dworkin-, que confiamos a un ser humano, porque no tenemos nadie mejor en quien confiar.

¿Cuál será la participación suficiente que la ley debe dar a las personas afectadas por las medidas estatales o privadas que impactan en el ambiente para cumplir con los tratados internacionales? Será menester ponderar cuáles son los impactos en grupos distintos de personas, cuál su intensidad, y cómo darles voz suficiente. Una delicada tarea que, en último término, lleva a equilibrar, con ojo judicial (no conocemos otro), la voluntad de la mayoría, expresada por la democracia, con la razón, en cuya concepción todos coincidimos.

En responder a todos estos interrogantes, y muchos otros más, consiste la tarea del juez cuando trata asuntos ambientales. Todos los casos convergen en un punto común. Como el buen agente de tránsito, el juez debe decidir cómo prioriza el flujo de los transeuntes. No puede evitar que haya protestas, pero, debe evitar choques.       


[1] Acuerdo de Aarhus (Europa) y Convenio de Escazú (América Latina y el Caribe), por ejemplo.

[2] Representativa de ese pensamiento, y, al mismo tiempo, original en su fundamentación, es la Encíclica Laudato Si.

Juez del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires